En Colombia hay políticos costosos y resultados baratos. Y luego está Agmeth Scaff, que según publicaciones ampliamente difundidas habría recibido más de dos mil cien millones de pesos en sueldos como congresista, mientras su logro más visible para la historia nacional ha sido declarar la arepa e’ huevo como patrimonio cultural. Un aporte sin duda profundo, estructural y transformador… sobre todo para el desayuno.
No es una crítica a la arepa e’ huevo —gloria legítima del Caribe—, sino a la desproporción obscena entre lo que se paga y lo que se entrega. Porque cuando un país tiene crisis de seguridad, desempleo, corrupción, hospitales colapsados y regiones abandonadas, resulta casi una burla que uno de sus representantes más costosos pase a la posteridad legislativa por un símbolo gastronómico. El problema no es la cultura; el problema es la mediocridad convertida en gestión.
Agmeth Scaff encarna una tragedia muy colombiana: la del político simpático, viral, liviano, que confunde representación con espectáculo y trabajo legislativo con aplausos fáciles. Mientras el contribuyente paga, el Congreso produce humo. Y mientras el país se hunde en problemas reales, algunos celebran que al menos quedó protegido el huevo… aunque el ciudadano siga estrellado.
Pero aquí viene la parte incómoda: el verdadero responsable no es solo el congresista, sino quien insiste en premiar ese desempeño con el voto. Porque votar no es un chiste, ni un acto de simpatía, ni un “me cae bien”. Votar es contratar. Y cuando alguien, con pleno conocimiento de causa, vuelve a contratar a quien ha demostrado tan poco frente a tanto salario, el mensaje es claro: la exigencia murió, la dignidad se rebajó y el país aceptó que lo traten como un adorno folclórico.
No se trata de odio ni de rabia; se trata de hastío. Hastío de ver cómo se normaliza la ineficiencia, cómo se aplaude lo mínimo y cómo se llama “gestión” a lo irrelevante. En un país serio, dos mil millones en sueldos exigirían reformas, debates, control político, resultados. Aquí basta con una arepa y una sonrisa.
Por eso cuando el voto se regala, el poder se burla. Y cuando el ciudadano deja de exigir, termina valiendo exactamente lo que le entregan: nada… o apenas un huevo.
