En el gobierno de Gustavo Petro, la corrupción dejó de ser un rumor oculto para convertirse en un tema de debate público. Los escándalos recientes, como el de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), donde dos exministros fueron enviados a prisión preventiva por delitos relacionados con contratos y compra de apoyos políticos, han golpeado con fuerza la narrativa del “cambio” que prometía erradicar las viejas prácticas.
A ello se suman casos en la DIAN, donde se descubrió una red criminal interna que manipulaba procesos aduaneros, evidenciando que las instituciones siguen permeadas por intereses ilegales.
El discurso oficial, sin embargo, insiste en que estas irregularidades son “herencias del pasado” y no responsabilidad directa del presidente. Petro ha defendido que su gobierno no promueve la corrupción, aunque críticos señalan que la presencia de altos funcionarios involucrados contradice esa postura. La estrategia parece ser reinterpretar los hechos: más que robos, se habla de “errores colectivos” o “fallas éticas”, un lenguaje que suaviza la gravedad de los delitos y diluye la responsabilidad política.
La justicia, por su parte, ha actuado con lentitud, abriendo investigaciones y comités que rara vez concluyen en sanciones ejemplares. Este manejo ha alimentado la percepción de que la corrupción, lejos de desaparecer, se ha institucionalizado bajo nuevas formas de justificación. La indignación selectiva, señalar a los adversarios mientras se protege a los aliados refuerza la idea de un gobierno que administra la crisis reputacional más que combatir el problema de raíz.
En conclusión, el gobierno de Petro no puede considerarse libre de corrupción. Los casos judiciales contra sus propios ministros y funcionarios demuestran que las prácticas que tanto criticó siguen vivas, aunque ahora se presenten con un discurso progresista. El “cambio” prometido se enfrenta a su mayor contradicción: la corrupción no se erradicó, simplemente se volvió más visible y, en algunos sectores, más tolerada.
