Hay que decirlo sin anestesia: si Iván Cepeda llega a la presidencia, Colombia no solo se encamina hacia el modelo venezolano… se lanza de cabeza. Y lo más preocupante es que Cepeda no tendría ni que cambiar mucho: solo le falta el camuflado para completar el uniforme ideológico que ha vestido toda su vida, el de guerrillero, un traje hecho a la medida del socialismo del siglo XXI.
Porque Cepeda no es un misterio.
Nunca lo ha sido.
Su admiración por las revoluciones fallidas, por los regímenes que terminaron convertidos en dictaduras, por los gobiernos que arrasaron economías enteras, está documentada. Es un libreto repetido: hablan de justicia social y terminan destruyendo cualquier posibilidad de prosperidad; hablan de libertad y terminan criminalizando la disidencia; hablan de igualdad y terminan igualando a la gente… pero en la pobreza.
Ese es el modelo que llevó a Venezuela al colapso.
Ese es el modelo que Cepeda nunca ha condenado con claridad.
Ese es el modelo que algunos colombianos, inexplicablemente, parecen dispuestos a replicar.
Lo verdaderamente absurdo es esa parte del pueblo que, viendo el desastre venezolano —el hambre, el éxodo, la represión, el derrumbe total de una nación— todavía dice: “sí, yo quiero eso aquí”. Como si estuviéramos destinados a tropezar no con la misma piedra, sino con la misma ruina que millones de venezolanos dejaron atrás a pie, cruzando trochas, buscando sobrevivir.
Y claro, si la propuesta es entregar el país a quienes admiran dictaduras, lo mínimo sería que nos preparáramos para un presidente que, si pudiera, llegaría a la posesión en camuflado, listo para convertir la ideología en decreto y el odio en política pública.
Colombia merece algo mejor. Merece sensatez, libertad, oportunidades.
Pero si elegimos a quienes veneran modelos fracasados, entonces sí:
el pueblo habrá escogido comerse la misma mierda que arruinó a Venezuela.
Y después no digan que no se les advirtió.
