La reciente muerte del teniente coronel Rafael Granados Rueda, atacado en Popayán mientras se movilizaba en un vehículo particular pequeño, sin blindaje y con un solo acompañante, ha desatado un debate nacional sobre las prioridades en materia de seguridad. El oficial, jefe del Estado Mayor de la Brigada contra el Narcotráfico del Cauca, fue víctima de un atentado que el propio presidente Gustavo Petro calificó como “crimen de guerra”. Su indefensión contrasta con el nivel de protección que reciben otros actores en el marco de la política de “paz total”.
Mientras oficiales y miembros de la Fuerza Pública se desplazan en condiciones mínimas de seguridad, los llamados gestores de paz muchos de ellos exintegrantes de grupos armados ilegales cuentan con esquemas robustos, vehículos blindados y acompañamiento oficial. Esta diferencia ha generado indignación: ¿por qué se blindan a quienes en el pasado sembraron violencia y se deja expuestos a quienes hoy defienden a los colombianos?
El contraste es aún más evidente si se recuerda que el Ejército Nacional ha recibido recientemente lotes de vehículos blindados M1117 Guardian, donados por Estados Unidos, destinados a operaciones en zonas de conflicto. Sin embargo, estos recursos no parecen llegar a la protección personal de altos mandos militares en sus desplazamientos cotidianos. La paradoja es clara: los gestores de paz viajan protegidos, mientras los oficiales que combaten el narcotráfico y el crimen organizado se desplazan vulnerables en carros particulares.
Este caso abre un debate sobre la política de seguridad y la distribución de recursos en Colombia. La pregunta que resuena es incómoda: ¿se está cuidando más a quienes negociaron con las armas que a quienes entregan su vida por la patria? La muerte de Granados no solo es un golpe a la institucionalidad, sino también un espejo de las contradicciones de un Estado que parece blindar a los victimarios y desproteger a sus defensores.
