Un informe revelado recientemente por la revista Semana destapó los excesos con los que convivían reconocidos capos de Medellín en la cárcel La Paz de Itagüí. Lo que debía ser un centro de reclusión terminó convertido en un espacio con comodidades dignas de un apartamento: celdas con electrodomésticos, duchas eléctricas, colchones ortopédicos y hasta colecciones de gorras y zapatillas. La noticia generó indignación porque este mismo penal fue escenario de acercamientos con el Gobierno Petro bajo la bandera de la llamada “paz total”.
Las imágenes y reportes internos del Inpec dejaron al descubierto cómo los jefes criminales lograron instalar privilegios que rompen cualquier norma penitenciaria. Mientras se negociaba un supuesto proceso de reconciliación, ellos disfrutaban de beneficios que contrastan con la realidad de miles de presos comunes. La polémica se encendió porque, lejos de mostrar disciplina, el hallazgo refleja la capacidad de estas estructuras para mantener poder e influencia incluso tras las rejas.
Para muchos, la revelación pone en duda la credibilidad de las negociaciones de paz urbana y la capacidad del Estado para imponer control en sus cárceles. El caso de Itagüí se convirtió en símbolo de cómo la corrupción y el poder criminal siguen filtrándose en los espacios donde debería primar la justicia, dejando al país con más preguntas que respuestas sobre la verdadera eficacia de la “paz total”.
