Mientras activistas occidentales marchan cada semana por Gaza, más de 200.000 civiles permanecen atrapados en El Fashir, Darfur, bajo un brutal asedio que ya ha dejado miles de muertos, secuestros y persecuciones étnicas y religiosas. Las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR) y el ejército sudanés han convertido la ciudad en un campo de exterminio, con imágenes satelitales que muestran arenas ensangrentadas y vehículos calcinados. Investigadores de Yale comparan la violencia con el primer día del genocidio ruandés, y la ONU advierte: “nadie está a salvo”.
La guerra civil en Sudán, que lleva décadas activa, ha alcanzado niveles de crueldad que muchas organizaciones humanitarias consideran la peor crisis del mundo. Sin embargo, el silencio mediático y la indiferencia activista son ensordecedores. En Londres, frente al número 10 de Downing Street, las protestas siguen centradas en Gaza, mientras Darfur se hunde sin una sola pancarta. ¿Por qué algunas guerras se convierten en causas virales y otras se abandonan al olvido?
La respuesta parece estar en la narrativa. Sudán no ofrece un villano claro ni una minoría que encaje en los marcos ideológicos de la izquierda occidental. Ambos bandos han cometido atrocidades, y la complejidad del conflicto no cabe en una infografía de Instagram. Incluso la persecución sistemática a cristianos sudaneses con iglesias destruidas y líderes religiosos desaparecidos ha sido ignorada por quienes dicen defender a las minorías.
El caso de El Fashir revela una verdad incómoda: no todas las vidas importan por igual en el tablero de la indignación global. Algunas guerras se ponen de moda, otras se entierran bajo el peso de su complejidad. Y mientras tanto, Sudán sigue sangrando, sin marchas, sin trending topics, sin justicia.