En una alocución transmitida el pasado viernes 3 de octubre, el presidente venezolano Nicolás Maduro reconoció públicamente que Estados Unidos estaría ejecutando una “agresión armada” con el objetivo de imponer un cambio de régimen en Venezuela. El mandatario aseguró que el despliegue militar ordenado por Donald Trump en el mar Caribe busca instalar “gobiernos títeres” y apropiarse del petróleo, el gas, el oro y demás recursos naturales del país.
Maduro, quien en años anteriores negaba que Washington tuviera intenciones de derrocarlo, afirmó que “le llegó el agua al cuello” al imperio norteamericano, y que Venezuela no se humillará ante ninguna potencia. “Si es necesario pasar de las formas de lucha no armada a las formas de lucha armada, este pueblo lo hará por la paz”, declaró ante delegados de 59 países reunidos en Caracas en una conferencia contra el colonialismo.
La tensión entre ambos gobiernos se ha intensificado en las últimas semanas, tras el despliegue de ocho buques de guerra, un submarino nuclear y más de 4.500 soldados estadounidenses en aguas cercanas a Venezuela. Washington justifica la operación como parte de su lucha contra el narcotráfico, mientras Caracas denuncia una amenaza directa a su soberanía. En paralelo, el Congreso estadounidense evalúa aumentar a 100 millones de dólares la recompensa por la captura de Maduro, acusado de liderar el Cartel de los Soles.
El gobierno venezolano también denunció un supuesto plan para colocar explosivos en la embajada de Estados Unidos en Caracas, atribuido a sectores extremistas de la oposición. Aunque no se han presentado pruebas concretas, el régimen ha reforzado la seguridad en la sede diplomática y solicitado apoyo internacional, incluyendo una carta enviada al papa León XIV para mediar en la crisis. La confrontación política y militar entre ambos países parece entrar en una nueva fase, marcada por amenazas cruzadas, maniobras diplomáticas y una narrativa de resistencia por parte del chavismo.