En muchos hogares, el sol no brilla con la misma intensidad, pero sí con la fuerza del amor de una madre. Esa frase repetida en voz baja, “come tú, ya yo estoy llena”, se ha convertido en símbolo de sacrificio silencioso. Detrás de esas palabras se esconde una realidad dura: madres que, aun sin probar bocado en todo el día, prefieren engañar al hambre antes que permitir que sus hijos pasen necesidad.
El gesto, tan cotidiano como invisible, revela la dimensión más pura del amor maternal. No se trata solo de alimentar cuerpos, sino de proteger sueños, de cuidar la esperanza de quienes dependen de ellas. En la cocina, entre ollas vacías y platos modestos, se libra una batalla silenciosa contra la escasez, donde la madre siempre se entrega primero, incluso cuando no queda nada para sí misma.
Este sacrificio, que a menudo pasa desapercibido, merece ser contado y valorado. Porque detrás de cada niño que sonríe con el estómago lleno, hay una madre que quizá mintió a su propio cuerpo para que la vida de su hijo fuera más ligera. Es un recordatorio de que el amor de madre no se mide en palabras, sino en actos que trascienden la necesidad y se convierten en lecciones de dignidad y entrega.
