En Colombia, la indignación es selectiva. Bastante selectiva. Cuando el gobierno pasado realizó bombardeos donde murieron menores reclutados por grupos criminales, el petrismo se rasgó las vestiduras, parpadeó lágrimas revolucionarias y levantó pancartas de moralidad.
Hoy, ante la muerte de al menos 17 menores en operaciones recientes, todos guardan un silencio espeso, casi cómplice.
El país no olvida que, durante años, Gustavo Petro construyó su capital político sobre la denuncia contra estas operaciones. Lo llamó “asesinato”, “crimen de Estado”, “masacre”.
Hoy, en su propio gobierno, esas mismas tragedias ocurren bajo su mando, pero la narrativa cambió mágicamente: ahora “se está verificando”, “son daños colaterales”, “hay que esperar el informe”.
Qué conveniente.
Mientras las familias lloran y el país exige claridad, los petristas desaparecieron del debate como por arte de magia. Los mismos que antes gritaban “¡no más niños en la guerra!” hoy se refugian en tecnicismos, justifican, relativizan o simplemente hacen mutis.
Y lo más indignante es el doble rasero moral.
Si esto hubiese ocurrido en otro gobierno, ya estarían pidiendo renuncias, investigaciones internacionales, protestas en las plazas. Pero como el responsable es su líder, optan por la devoción ciega y la garganta muda.
El país necesita respuestas claras:
• ¿Quién dio la orden operacional?
• ¿Qué inteligencia se verificó?
• ¿Qué responsabilidad política existe?
• ¿Qué medidas se van a tomar para evitar que la tragedia se repita?
No se trata de atacar a la Fuerza Pública, que combate a grupos que reclutan, esclavizan y utilizan menores como carne de cañón. Se trata de exigir coherencia y responsabilidad política al gobierno que prometió que esto “jamás volvería a ocurrir”.
Y ahí está el punto:
si la vida de un menor era sagrada antes, sigue siéndolo hoy.
No depende del color del gobierno, ni del discurso, ni del partido.
Que hoy los petristas estén callados no borra los hechos.
No resta dolor.
No elimina la responsabilidad política.
Lo único que demuestra es que, cuando les toca a ellos responder, la indignación deja de ser ética y se vuelve conveniencia.
Y ese silencio, ese silencio cobarde, grita más fuerte que cualquier discurso progresista.
