Colombia parece destinada a repetir sus peores errores, y uno de ellos sería creer que Iván Cepeda figura política marcada por una larga historia de cercanía ideológica con las guerrillas, es el hombre indicado para “acabar” con ellas. Basta mirar su trayectoria para entender por qué esta idea resulta, como mínimo, inquietante. Iván Cepeda es heredero de un apellido profundamente ligado a la izquierda radical.
Su padre, Manuel Cepeda Vargas, dirigente del Partido Comunista, defendió durante años la causa marxista que inspiró a buena parte de las guerrillas del país. Y aunque él mismo no empuñó un fusil, sí hizo parte de una corriente que justificó la lucha armada como camino político. Esa herencia ideológica moldeó al senador, quien ha construido su carrera defendiendo a quienes fueron líderes visibles de las FARC, del ELN y de otros grupos insurgentes, siempre desde el lente de la “victimización del actor armado” y la “culpa histórica del Estado”.
Eso no es opinión: está en sus discursos, en sus intervenciones, en su actividad legislativa y en su papel dentro de organizaciones de derechos humanos que hicieron de la defensa de guerrilleros su bandera. Cepeda ha acompañado, defendido y promovido políticamente a personajes como Jesús Santrich, Iván Márquez, Rodrigo Londoño y otros excomandantes, insistiendo una y otra vez en que no debían ser extraditados, en que su responsabilidad debía relativizarse y en que su condición debía ser tratada como la de “actores políticos”, no como la de responsables de miles de crímenes atroces.
Por eso la pregunta resulta tan irónica como preocupante: ¿de verdad este país puede creer que alguien que ha dedicado su vida a justificar a la insurgencia, a proteger a sus líderes y a promover su narrativa histórica será el presidente que acabe con lo que durante décadas defendió?
La idea de llevar a Iván Cepeda a la Presidencia es mucho más que un proyecto electoral: sería el triunfo cultural de una visión que siempre ha considerado a la guerrilla no como un enemigo del Estado, sino como una expresión legítima de la lucha social. En otras palabras, no se trataría de acabar con la guerrilla, sino de institucionalizarla. De convertir su proyecto político en política pública. De transformar la indulgencia en doctrina de Estado. Colombia no necesita más confusiones entre paz y permisividad.
Necesita claridad moral, justicia, autoridad y un liderazgo capaz de enfrentar no de justificar a quienes han desangrado al país. Pensar que Iván Cepeda es el hombre llamado a “acabar” con la guerrilla es como creer que el fuego apagará el incendio. Y si algo ha demostrado nuestra historia es que cuando se confunde reconciliación con claudicación, el final siempre es el mismo: más violencia, más división y un país entregado a quienes nunca han renunciado del todo a sus causas de origen.
¿Ese es el futuro que queremos? ¿Ese es el presidente que Colombia necesita? La respuesta, por dura que sea, se explica sola.
