Dicen que quien siembra viento cosecha tormenta, pero parece que en este gobierno ni el huracán tiene tanta furia como el abismo moral que Petro ha sembrado. Abelardo De La Espriella lo denunció ante la Corte Penal Internacional por instigación a crímenes de lesa humanidad y genocidio. Y qué hace Petro: lo acusa de vínculos con paramilitares, de estafas, de narcotráfico. Golpe por golpe, trino por trino, acusación por acusación.
Pero lo que de verdad inquieta no es la denuncia, sino lo que esa pelea revela: el miedo de Petro. El temor de que alguien con voz, alguien que no se doblega ni se calla, pueda despertar a un país que ya se fue acostumbrando al silencio, a la represión, al hostigamiento como rutina. Abelardo, con sus defectos y con su estilo combativo, evoca ese fervor que alguna vez tuvieron Gaitán, Galán, Uribe; la rabia colectiva, la esperanza de cambio tangible.
“¡El Tigre no se deja cazar!”, dijo De La Espriella. Esa frase retrata lo que vive Colombia: un líder que no acepta mamertadas de impunidad, que no acepta que se le tache de conspirador sin pruebas, que no tolera que lo silencien. Y aparece allí la oportunidad de imaginar algo distinto, de creer que la palabra aún vale, que la justicia aún no está domesticada, que el sistema aún puede responder al pueblo.
Mientras Petro se enreda en acusaciones, capítulos oscuros de poder, pactos con la narrativa del miedo, la corrupción como costumbre y la violencia como herramienta, Abelardo se planta firme. Que los politiqueros digan lo que quieran: que lo vinculen, que lo señalen, que lo acosen. Porque lo importante no es quién gana un trino, sino quién gana el respeto de los que ya no creemos en discursos baratos.
Colombia merece más que señalamientos cruzados, más que acusaciones mediáticas y conspiraciones sospechosas. Merece líderes que no sólo se denuncien, sino que actúen; liderazgos que enciendan esperanza, no que incendien odio. Y si hoy Abelardo revivió en ese trino, revivió la posibilidad de creer otra vez.